miércoles, 7 de octubre de 2009

A propósito de la Ley de Cultura

¿Otra desilusión?

Fernando Tinajero

Como era previsible en una sociedad acostumbrada a concebir la cultura como un lujo prescindible, la ley que menos interés ha despertado, entre aquellas que deben ser aprobadas en forma prioritaria por la Asamblea Nacional, es la Ley de Cultura.

Que yo sepa, hasta hoy se han presentado tres proyectos: el de la Coordinadora de agrupaciones culturales liderada por Adrián de la Torre; el que fue enviado por el Presidente Correa, y el de la Casa de la Cultura. A la luz de la experiencia, es presumible que la Comisión respectiva estudiará el proyecto oficial, dejando los otros en una penumbra semejante al purgatorio. Sería deseable, sin embargo, que los tres proyectos fueran examinados con la misma atención, no solo porque les asiste el mismo derecho, sino también porque es probable que en los dos que no gozan de especial preferencia se encuentren elementos capaces de corregir las deficiencias del proyecto oficial.

Dicho proyecto, en efecto, no ha llegado a ser lo que esperábamos. No solo que en él no hay huella visible de las propuestas aprobadas por las asambleas de actores y gestores culturales y por los congresos de artistas que se realizaron en todo el país, sino que en él se han deslizado imperfecciones que podían haberse evitado. Aparte del previsible centralismo, las que más me han llamado la atención son la ambigüedad ideológica del texto y la inocultable preferencia por un sector de la producción cultural, en detrimento de la que fue hasta hace poco la más importante institución cultural del país.

Lo primero se trasluce en un contraste apenas perceptible: las declaraciones de la exposición de motivos y la proclamación de los principios y derechos lucen avanzadas y progresistas; muchas de las disposiciones de orden práctico, en cambio, parecen corresponder al más puro espíritu neoliberal. Ello se trasluce en la insistencia que se pone en la memoria, que es el momento conservador de la cultura, en claro contraste con la importancia otorgada a la creación, que es su momento transformador; pero también en la concepción de la cultura como producción de bienes cuyo sentido económico-empresarial no se puede ocultar en todo aquello que se refiere al régimen laboral de los creadores (¿?), a las normas relativas a las industrias culturales, al régimen tributario y a los estímulos que otorgará el Ministerio de Cultura. El desarrollo adecuado de estas observaciones requerirá, como es obvio, más detenimiento.

Lo segundo se hace evidente en la preferencia inocultable que el proyecto ha otorgado a la producción cinematográfica. Para ella se propone la creación de un instituto específico dotado de plena autonomía, el otorgamiento de exenciones tributarias, facilidades para los procesos que no pueden hacerse en el país, privilegios para la distribución, etc. En contraste, la Casa de la Cultura, como dependencia ministerial, ha sido reducida a la condición de espacio público, como las calles y las plazas, sin autonomía, sin ingerencia en la producción literaria y artística, prácticamente limitada a servir como local para la actividad de otros: sus antiguas competencias, e incluso su estructura, se han trasladado a un instituto de las artes y las letras.

¿Será que tendremos tres burocracias en lugar de una?